Es cuando llego a casa
y encuentro el miedo vestido de silencio,
es cuando pienso que las tablas que me sujetan están podridas
y voy a tener que nadar hasta rendirme,
que no hay ninguna isla en medio de ningún océano.
Es ese instante en que camino encorvado subiendo las escaleras,
en que me olvido del interruptor,
y el corazón me pesa una tonelada de preguntas,
y el polvo de Fante no responde
porque todos los libros están cerrados.
Y cuando me hago pequeño de nuevo
y vuelvo a temer la oscuridad de las calles y las azoteas,
cuando las paredes de casa se decoloran
a brochazos de tristeza,
cuando no sé por qué.
Es el momento en que dejo de fingirme,
y me encierro en el baño para vomitar los nervios de no saber cómo seguir.
Cuando la soledad me susurra soledad,
y cambiaría mil latidos por dos abrazos
y un hombro
y una melena exacta donde atragantarme la vergüenza.
Es entonces cuando más te necesito.
Escribo del tirón,
me dan igual los secretos que ya no me guardo
y los quemo en renglones torcidos
para entrar en calor
o morirme de frío.
Y tiemblo.
Las huellas se han borrado
y el camino no tiene orillas ni puertos ni cerveza.
Las barras están vacías,
como los cuerpos.
Me ocultan algo,
lo sé,
y estrello mi rabia en vasos de cristal contra las fachadas.
Es cuando conduzco sin importar a dónde ni cuánto tiempo,
cuando me quedo varado en la última playa
y necesito respirar a cubos de palabras,
de labios,
de lenguas.
De tus palabras,
de tus labios,
de tu lengua.
La nada es la ausencia total de tus manos llamando a mi puerta,
es el invierno de carne congelada,
es mi viaje sin sentido
en un vagón de tercera,
sin billete,
ni equipaje,
ni olvido.
Y también mis pies descalzos sobre el mármol,
y mis ojos, y mis brazos,
y esta costumbre de necesitarte a veces
más que un techo que me seque de la lluvia.
Es el hambre de ti completa lo que me impide saciarme,
y el polvo no tiene respuestas.
No hay contratos firmados con el destino.
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