lunes, 9 de junio de 2014

Escondido en tus cajones

Trepamos a las copas de los árboles de un jardín inundado. Los demás se quedaron entre la maleza pudriéndose despacio, con los pies encharcados de vulgaridad y veinticuatro horas más. Desde allá se les veía tan pequeños que dejaron de importarnos. Entre las hojas escuchábamos sus murmullos de realidad lastrada por los días, las oficinas, las hipotecas, las piernas cerradas y las pieles vestidas. 

A ninguno se nos ocurrió dibujarnos un futuro con la forma de las nubes que durante horas veíamos pasar. Estábamos allí y punto, para qué preguntar si era eterno, para qué tapiarlo del miedo al final. Simplemente descansamos, y si alguno tropezaba y se dejaba caer, nos bastaban un par de palabras y sentarnos a esperar. 

Nos compramos los billetes a la verdad entre república y fluidos, entre angustia, Leonard Cohen, marihuana, pechos, pezones y un no sentarse en los vagones por si había que bajar. Recorrimos el camino respirando, elegimos vivir a latidos, una cocina era un libro abierto y una ducha un festín. 

Y lloramos, claro, cómo no íbamos a llorar. Cómo no odiarte a veces si un orgasmo también era mental, si entre tus caderas leía la equivocación de escapar o de perderte, si cuando me arañabas la espalda no sentía ningún dolor. Si no construimos altares y me ataban más tus errores que tus axiomas de perfección. Si tu cuerpo era la biblia con erratas que leía a besos urgentes, si me trepabas los complejos agarrada a la escalera de tu boca.

Descubrimos la vereda sin utopías, las preguntas respondidas a base de mirar lo que nos ciegan. Nos aprendimos las dudas, y hasta nos quisimos en sexo y alma sin aparentar. Los que nos creyeron locos caminaban boca abajo con los labios descosidos. Fue la hostia, la verdad.

Lástima que tenga que inventarlo aquí sentado y no escondido en tus cajones, que me alimente de esto y no de ti, que sólo viva escrito en mi mente enferma a ras de suelo.


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