Cuando era niño el mar estaba lejos. Yo me asomaba a la ventanilla de carreteras secundarias a los cuarenta grados de agosto esperando un milagro. Y cuando lo veía me encogía y me asustaba, y apoyaba la espalda sudada en la tapicería roja del Renault. Los hoteles no olían a moqueta aspirada ni a ambientador, y la playa era un mundo perdido para perderse. Bebía agua salada en la orilla y al regresar a casa, volvía a tener sed.
De niño los inviernos olían a leña, y a niebla, y a escarcha, y a perros abrazados dentro de la caseta. Los jerséis eran gordos y picaban, y tenía abuelos y un balón de reglamento para calentarnos en la calle. Y a veces nevaba. Y un uno de enero supe lo que significaba echar de menos. Y cuando llegaba febrero el cerro cambiaba, y ahora olía a almendro y yo tenía en el jardín uno dulce y dos amargos.
De niño quería tener los ojos verdes porque nadie los tenía. Y no quería vergüenza, ni ponerme colorado, ni que me temblaran las manos en clase de música. Ya ves, los miedos se graban y se riegan y se alimentan, te los llevas en el bolsillo durante todo el camino.
Y ahora que nada de eso se me ha olvidado,
entras por la puerta y vuelvo a tener nueve años.
Y ya no quiero ojos verdes si no tus ojos,
y tus aeropuertos y tu mar...
y sobre todo tu leña,
tu niebla,
tu escarcha...
Sobre todo tus inviernos.
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