miércoles, 25 de junio de 2014

Nueve años

Cuando era niño iba al aeropuerto a ver despegar aviones. En Barajas había un ventanal enorme con sillones orientados hacia la pista. No me interesaban las despedidas, con sus abrazos y sus vuelveprontos camino de la puerta de embarque. Tampoco los besos y las maletas de carga compartida en la zona de llegadas. Para mí el aeropuerto sucedía sentado detrás de aquellos cristales, un avión era inalcanzable y los lugares a los que llevaba siempre eran mejores que el nuestro.

Cuando era niño el mar estaba lejos. Yo me asomaba a la ventanilla de carreteras secundarias a los cuarenta grados de agosto esperando un milagro. Y cuando lo veía me encogía y me asustaba, y apoyaba la espalda sudada en la tapicería roja del Renault. Los hoteles no olían a moqueta aspirada ni a ambientador, y la playa era un mundo perdido para perderse. Bebía agua salada en la orilla y al regresar a casa, volvía a tener sed.

De niño los inviernos olían a leña, y a niebla, y a escarcha, y a perros abrazados dentro de la caseta. Los jerséis eran gordos y picaban, y tenía abuelos y un balón de reglamento para calentarnos en la calle. Y a veces nevaba. Y un uno de enero supe lo que significaba echar de menos. Y cuando llegaba febrero el cerro cambiaba, y ahora olía a almendro y yo tenía en el jardín uno dulce y dos amargos. 

De niño quería tener los ojos verdes porque nadie los tenía. Y no quería vergüenza, ni ponerme colorado, ni que me temblaran las manos en clase de música. Ya ves, los miedos se graban y se riegan y se alimentan, te los llevas en el bolsillo durante todo el camino.

Y ahora que nada de eso se me ha olvidado, 
entras por la puerta y vuelvo a tener nueve años. 
Y ya no quiero ojos verdes si no tus ojos, 
y tus aeropuertos y tu mar... 
y sobre todo tu leña, 
tu niebla, 
tu escarcha...

Sobre todo tus inviernos. 




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