Sentarme solo en una barra a comer sobre el suelo sucio de restos de otras vidas, de otras bocas. Pensar que eso es lo que quedará de mí... pero seguir adelante.
Sacudirme el sueño, los sueños, junto a las migas mientras camino por una acera desierta sin apetito ya. Tropezar con un adoquín desalineado, con tu corte sincero en traje de domingo, mirar a los lados por si alguien ha visto la sangre y, sin embargo... dar un paso más.
Repetir las palabras de memoria aprendidas de los gurús de la autoestima, frases de vendedor de pachuli en forma de hoja de ruta, sabiendo que no tienen ni puta idea de que tus labios existen y, aún así... recitarlas otra vez.
Odiar en silencio sin ningún respeto las sonrisas de otros, sus besos escalonados, sus miradas, echar de menos tus piernas cruzadas en un banco en mi parque, sentarme a escribir órganos internos que palpitan y, a pesar de eso... no corregir.
Llegar a casa vestido de tristeza dentro de un traje gris, preguntarme por qué los días son tan largos en junio si me apetece oscuridad y tu voz, y tu orgasmo, y leerte un par de letras, y tatuártelas, y sin embargo... dejar las cortinas abiertas.
Meterme en la cama desnudo, encontrarte en cualquier página de esas viscerales, arrugarme, cerrar los ojos por no ver mi sombra en la pared. No conocer el mañana, olvidarme el día de la semana y, de todos modos, con dolor de palabras... despertarme de nuevo.
No morirme por ti, pero respirar un poco menos.
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