No fue fácil, ¿verdad? El primer contacto físico que tuvimos fue un pisotón en una de aquellas fiestas de navidad, mientras bailabas del brazo de otro y yo me tomaba una cerveza con Javi y Manu... Fue doloroso, lo confieso, pero esa forma de sonreír al pedir disculpas consiguió que no te mandara al carajo. Horas después Javi y yo nos hicimos hermanos cantando a dúo una de Joaquín, línea de salida de confesiones de sangre.
Yo tenía 21 y ya llegaba tarde, con esa prisa absurda que siempre tuve por vivir. Y mientras, tú estabas a las puertas de los 20 cosidos a retazos que al final cumpliste en el asiento de mi coche. Fue poco después, celebrando la muerte de los primeros exámenes en Tribunal, cuando la plaza era un mar de cabezas y bongos y botellas digeridas, y risas y peleas, y a veces un tenor, cuando me di cuenta de que resguardarse de la lluvia en un portal al lado de un garito, era mejor contigo.
Comenzamos a dar las clases en la cafetería entre órdagos y cigarros y mesas de a cuatro que no valían para jugar, y que se clavaban en la espalda como tú te me estabas clavando. Yo no estaba roto aún, eso vino después, pero ya entonces ni siquiera podía reconocerme al espejo.
Y vinieron fotografías en papel, y celos, y noches en vela por cobardía, y 20 de abril en Metropolitano la madrugada en que creíste lo que te contaron, y el parque de Roma, y la furgo de Isaac. Y a mí me temblaban las piernas cuando no llegabas, y en las noches de tequila acabé hablando de ti, mientras nos crecían los enemigos que nunca se creyeron que no habíamos llegado a tocarnos. Ya nos tenían la espalda rajada diez años antes de que Rubén y Leiva y Andrés nos lo cantaran.
Llegué tarde... demasiado tarde. Y llegué con palabras escritas, como casi siempre llego, por esta terca vergüenza a confesar a los ojos, por si me parten el pecho y no tengo tiempo de esconderme para llorar. Habías escogido el camino de la derecha en una encrucijada que nunca supe ver, que me pasé de largo mirando al suelo sin prestar atención a tus huellas.
Y me enfadé contigo, y discutimos en una mesa verde, y ya no volví a cantar cuando íbamos juntos en el coche, ni volví a mirarme el reloj en el metro sentado a tu lado para responderte que veía pasar mi vida. Y no lo entendía, y me manché de barro mientras me moría. Y las piernas me temblaban aún cuando tardabas en llegar.
Fue difícil, pero lo hiciste bien. Y yo me juré no volver a perderme ningún beso por culpa del miedo a que me partieran la cara.
Luego vino la despedida.
Cuando nos volvimos a ver habían pasado más de diez años. El mismo bar donde firmé el contrato que no había respetado, y al lado de mi firma los dos pilares que me sujetaron Madrid antes de que me marchara a ver el mar. Recordé aquella canción con la letra cambiada, mismo país, misma ciudad... otra vida. No éramos los mismos pero quedaba el cariño, y las heridas cosidas a base de café con leche y un banco en el Retiro.
Y volveremos a vernos, seguro, y mientras tanto sigue por favor cuidando de mí desde lejos, pidiéndome que me aleje de las niñatas para que yo no te haga caso. Sabes cómo soy, sabes que sigo dejándome pedazos escritos en cualquier papel, y que ahora me dejo la piel en anacronismos.
Una vez me pediste que te dedicara un primer libro que nunca llegará, déjame que te lo cambie esta noche por un recuerdo.
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