¿Recuerdas la noche de aquel polvo preventivo? Habíamos llegado a un acuerdo de sensatez progre el segundo día. Era simple, si después de follar nos seguíamos llamando, quizá pudiéramos escribirnos un par de capítulos.
Te mentí.
Por miedo.
A enseñar las cartas, a que se me cayeran, a que te levantaras de la mesa, a inventarme un jaque mate en dos movimientos.
La verdad, la de verdad, es que ya después de la primera hora necesitaba más tus días que tus piernas. La verdad, la buena, es que me sentí mucho más avergonzado desnudándome aquella madrugada, que encendiéndote la luz de los pasillos donde tenía colgados cinco o seis pares de lágrimas.
Cuando alguien, en una de esas charlas a medianoche en las que todos esperan que seas el tipo profundo y cabrón, el ingenioso, el que se bebe la vida en una pinta de cerveza y escupiendo sobre el papel... cuando, en un alarde de filosofía de ésa que sabes que me pone enfermo, alguien me pregunta qué es la felicidad... yo les sigo contestando que la felicidad es una llamada.
La que no me devolviste.
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